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viernes, 9 de mayo de 2014

Conversación entre Cristo y Nicodemo

Maestro: ¿Cómo puede un
hombre volver a entrar
en el vientre de su madre?
En la penúltima noche de mi estancia cerca de Jerusalén, vino a visitarme cierto Nicodemo. También vino de noche porque era un ciudadano distinguido. Era fariseo con oficio, dignidad y autoridad, como hoy día un cardenal en Roma. También era el ciudadano más rico y por ello cabecilla de los judíos de esta ciudad, y los romanos le nombraron alcalde mayor de Jerusalén.

Nicodemo dijo: «Maestro, perdóname que te turbe en tu descanso. Es que me dijeron que mañana te irás de aquí y no quería quedar sin demostrarte mi gran respeto. Pues yo y varios fariseos, después de haber observado tus hechos, sabemos que eres un gran profeta, enviado de Dios. Porque los milagros que hiciste no los puede hacer cualquiera: de modo que Jehová está contigo. Siendo así debes saber el mal que nos afecta, no obstante, tus antecesores nos prometían el Reino de Dios. Dime, por favor, ¿cuándo llegará? Y ¿qué tenemos que hacer para poder formar parte de él?».

A estas palabras de Nicodemo le contesté: «En verdad te digo que quien no nazca de nuevo, no podrá entrar en el Reino de Dios», cuyo significado es: «A no ser que despiertes tu espíritu por los medios que Yo te demuestro con Palabra y acción, no podrás comprender el sentido vital divino que se encuentra en mis palabras y aún menos penetrar en su profundidad».

Nicodemo, un hombre muy sincero, no captó el sentido de mis palabras, lo que se aprecia por su siguiente pregunta:

«Pero, querido Maestro, ¡qué cosas más raras me estás diciendo! ¿Cómo puede ser que un hombre grande, viejo y rígido, pueda volver a entrar en el seno de su madre, pasando por una portezuela tan estrecha, para después poder nacer una segunda vez? Tal vez no estás bien informado sobre el Reino de Dios venidero, o Tú lo conoces bien y no me lo quieres decir por miedo a que yo pudiese mandar que te arrestasen. No te preocupes, jamás privé a nadie de su libertad, a no ser que fuera un asesino o un ladrón. Tú, sin embargo, eres un gran bienhechor para la pobre humanidad y curaste a casi todos los enfermos de Jerusalén debido a la Omnipotencia divina que hay dentro de ti; ¿cómo podría yo poner las manos sobre ti?

Querido Maestro, es preciso que sepas que estoy seriamente interesado en el Reino de Dios prometido. Si Tú sabes algo de él, por favor, dímelo de una manera comprensible para mí. Por mis cálculos sé que el Reino de Dios debe haber llegado ya. Lo que no sé es: ¿Dónde y de qué manera se puede llegar a participar en él? Ésta es la pregunta que te pido que me expliques bien».

A la pregunta repetida de Nicodemo le contesté con una respuesta un poco diferente de la de antes: «En verdad, en verdad, os digo que quien no naciere del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios...»

La diferencia significativa es que ahora determiné los medios necesarios; el renacimiento tiene que efectuarse por medio del agua y del espíritu, lo cual significa lo siguiente:

El alma precisa primero de la purificación por el agua de la humildad y la abnegación1 y luego por el espíritu de la Verdad. Por lo tanto quien con su alma purificada asimila la Verdad y la reconoce como tal, la misma Verdad le liberará su espíritu. Este tránsito del espíritu a tal libertad ya es la misma entrada del espíritu en el Reino de Dios.

A Nicodemo, desde luego, no le di esta explicación, porque su esfera de conocimiento, en aquella época, no lo habría permitido. Por este motivo volvió a preguntarme cómo debería comprender esto.

Y Yo le respondí: Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del espíritu, es espíritu. Es decir: «No te extrañes que Yo te hable de esta manera, pues lo que viene de la carne vuelve a ser carne y nada más que materia muerta para envolver la vida; sin embargo, lo que viene del Espíritu es también espíritu y Vida eterna».

Sin embargo Nicodemo cada vez entendía menos y se extrañaba de no comprender el sentido de mis palabras, siendo como era un fariseo sabio que conocía bien la Escritura. Era un hombre consciente de su sabiduría, motivo por el cual los judíos le habían elegido representante suyo.

Por esta razón se asombraba aún más de haber encontrado quien le superara y le diera tales huesos que roer. Como no llegaba a adentrarse en el sentido de mis palabras, me preguntó de nuevo: «¿Pero cómo? ¿Puede un espíritu estar embarazado y parir a sus semejantes?».

Le dije Yo: «Ya te lo he dicho: Es preciso que todos nazcan de nuevo. Y así como no ves el viento, aunque lo oigas, no podrás ver al espíritu, ni tampoco comprender a aquel que viene del Espíritu y habla contigo. Pero como eres un sabio honesto, en tiempo oportuno te será dado a conocer lo que hoy aún no comprendes».

Oyendo estas palabras, Nicodemo meneó la cabeza y, mostrando sobresalto en el semblante, dijo después de un rato: «Maestro, ¿cómo puede ser esto? Porque todo aquello que comprendo, lo comprendo en mi carne. Pero si la carne me fuese quitada, ya no llegaría a percibir nada. Estando en la carne, ¿cómo me puedo volver un espíritu y luego, siendo espíritu, cómo me absorbería otro espíritu para después poder parirme de nuevo?».

Le dije Yo: «Pero ¿cómo es esto? Tú eres el maestro más sabio de Israel, ¿y no lo entiendes? Si tú no lo comprendes, ¿cómo lo podrían comprender aquellos que de la Escritura apenas saben sino que en otros tiempos existieron Abraham, Isaac y Jacob?».

«En verdad, te digo que nosotros -Yo y mis discípulos- venimos del Espíritu, pero no te estamos hablando espiritualmente sino de manera completamente natural y te estamos comunicando en imágenes enteramente terrenas lo que hemos visto en el espíritu.

Si no percibís lo sencillo, hablándoos de las cosas celestiales en palabras comprensibles, transformando de esta manera las cosas celestiales en terrenas, quisiera saber, ¿cómo quedaría vuestra fe si os hablase de las cosas celestiales con palabras celestiales?

Yo te digo: Solamente el espíritu que en sí y por sí es un espíritu, sabe lo que está en él. La carne, sin embargo, no es nada más que una cáscara exterior y no sabe nada del espíritu, a no ser que el espíritu lo revele a la cáscara. Tu espíritu está aún demasiado dominado y cubierto por la carne, por cuyo motivo la carne no sabe nada de él. Pero ya te he dicho: Vendrá el tiempo en que tu espíritu será liberado, ¡entonces comprenderás y aceptarás nuestro testimonio!».

Dijo Nicodemo: «Querido Maestro, sabio entre los sabios, ¿cuándo llegará ese tiempo?».

«Para decirte el día y la hora aún no estás bastante preparado. Mira, el vino nuevo, aún no bastante fermentado, es turbio. Y si fuese colocado en un vaso de cristal y lo levantases contra el Sol, su luz no penetraría el líquido turbio. Lo mismo pasa con el hombre. Mientras no esté convenientemente fermentado por el proceso de la fermentación, y aún no hayan sido eliminadas todas las impurezas, la Luz de los Cielos no podrá penetrar su sustancia. Pero aún te diré algo más».

Le dije: «Y nadie sube al Cielo sino El que bajó del Cielo: el Hijo del hombre que está en el Cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga vida eterna.» y le pregunté: «¿Comprendes esto?».

«Querido Maestro, ¿cómo lo voy a comprender? Posees una sabiduría muy especial... Repito que más fácil comprendería la antigua escritura jeroglífica de los egipcios. Tengo que decirte que si no supiese de tus milagros, habría de tomarte por un insensato, porque hasta ahora no se ha oído hablar a ninguna persona razonable como hablas Tú. No obstante, tus hechos demuestran que vienes de parte de Dios y que debes de tener Poder y Sabiduría divina en abundancia, sin los cuales nadie podría realizarlos.

Cuando un atributo es divino, su pareja tiene que ser divina también. Tus hechos, querido Maestro, son divinos; por consiguiente, tu Doctrina del Reino de Dios sobre la Tierra también tiene que serlo, la entienda yo o no. Dices que nadie sube al Cielo sino aquel que bajó del Cielo. Y ¡esto se refiere al Hijo del hombre que igualmente está en el Cielo! Si examino tu tesis de una manera un poco terrenal, estoy totalmente perdido. Querido maestro, después de Enoc y Elías nadie tuvo la felicidad de subir visiblemente al Cielo. ¿Tal vez seas Tú el tercero? Pero en tal caso, ¿cuál sería el beneficio para la humanidad que no puede subir al Cielo si no viene de allá?

Además, has dicho que aquél que descendió de los Cielos sólo se encuentra en la Tierra aparentemente, porque en verdad continúa en el Cielo... Por consiguiente, sólo Enoc, Elías y después quizás Tú, seríais partícipes del Reino de Dios venidero. Pero a todos los demás millones de millones de hombres sólo les quedará la oscura tumba para toda la eternidad y, por la Gracia de Dios, volverán a ser tierra y quedarán en nada.

¿Un Reino de Dios así? No gracias, ¡guárdatelo! Un garbanzo o dos no hacen olla. ¿Qué habrán hecho Enoc y Elías para ser elevados de la Tierra al Cielo? En realidad nada que no fuera propio de su naturaleza celestial. De modo que no fue por propio mérito y, según tu explicación, sólo fueron admitidos en los Cielos porque, igual que Tú, vinieron de allá...

En todo esto no existe esperanza ni consuelo para la pobre humanidad de esta Tierra tan dura. No obstante, como ya te dije, estoy convencido de que tu Doctrina es divina y sumamente sabia, aunque examinándola un poco de manera terrenal, la tendría que considerar insensata. ¡En esto me tendrás que dar toda la razón!

Tampoco comprendo lo que dices sobre la elevación de la serpiente de Moisés en el desierto, y que tendrán la Vida eterna todos aquellos que crean en el Hijo del hombre elevado, elevado como una serpiente. ¿Quién es este Hijo del hombre? ¿Dónde está ahora y qué hace? ¿Proviene de los Cielos como Enoc y Elías? ¿O no ha nacido aún? ¿Qué clase de fe exige que tengamos en él? ¿Cómo puede bajar a esta Tierra mientras sigue estando en el Cielo? ¿Dónde y cuándo será elevado? Y por todo esto, ¿él será rey de los judíos, inalcanzable por su poder?

Querido Maestro, todo lo que me estás diciendo, suena muy extraño, dicho por un hombre que por sus hechos demuestra que dispone del Poder divino. Aun así, por mi parte, te considero como un gran profeta, mandado por Dios.

Ves, que no soy de los que rechazan una doctrina porque no la comprenden. Te pido, sin embargo, que me des algunas explicaciones más fáciles, porque si yo mismo no comprendo tu Doctrina, ¿cómo la podría introducir en Jerusalén? Por esto, por favor, ¡ilumíname un poco más!».

«Has pronunciado muchas palabras como alguien que no entiende nada de asuntos espirituales», le respondí, «pero no puede ser de otra manera porque te encuentras todavía en las tinieblas del mundo y no puedes recibir la Luz que vino de los Cielos para iluminarlas. Apenas la vislumbras; entre tanto, no ves lo que se encuentra delante de tus narices».

«Dios es el Amor y el Hijo es su Sabiduría. Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito, es decir, su Sabiduría que emana de Él desde toda la eternidad, para que todos aquellos que creen en Él no perezcan sino tengan la Vida eterna. ¿Me comprendes ahora?».
«Tengo la impresión que debiera comprenderlo», le respondió Nicodemo, «pero en el fondo no lo entiendo. ¡Si al menos supiera qué es lo que debo entender por Hijo del hombre! Luego hablaste también del Hijo unigénito de Dios, dado al mundo por el Amor de Dios. ¿Acaso el Hijo del hombre y el Hijo unigénito son una individualidad?».

«¡Mírame! Tengo una cabeza, un cuerpo, manos y pies. Todo esto es carne y es un hijo del hombre, porque lo que es carne viene de la carne. Pero en este Hijo del hombre, carne, reside la Sabiduría divina que es el Hijo unigénito de Dios. Sin embargo no es el Hijo unigénito de Dios sino el Hijo del hombre el que será elevado como la serpiente de Moisés en el desierto, con lo que muchos se escandalizarán. Aquellos que no se escandalicen con esto, sino que crean en su nombre, recibirán la Vida eterna.

No esperes ahora juicio alguno de este mundo como guerras, diluvios o un fuego bajando de los cielos para devorar a todos los paganos de la Tierra; pues Dios no ha mandado a su Hijo unigénito2 al mundo3 para que juzgue al mundo sino para que lo salve; es decir, para que la carne4 no corra a su perdición sino resucite junto con el espíritu para la vida eterna. Para llegar a esta meta es preciso que la fe destruya las tendencias materiales de la carne, por cierto, una fe en el Hijo del hombre nacido de Dios desde toda eternidad y venido al mundo para que todos aquellos que crean en su nombre y se acerquen a Él, tengan la Vida eterna.

Sean judíos o paganos, todos aquellos que creen en Él, jamás serán juzgados. Sin embargo, aquellos que se escandalizan con Él y no creen en Él, ya están juzgados. El mismo hecho de que un hombre no quiera o no pueda creer (por demasiado amor propio), ya es el juicio. ¿Me comprendes ahora?».
«Sí, más o menos comprendo ahora el sentido de tus Palabras místicas. Pero aún me parecen habladas al aire mientras el Hijo del hombre, en quien reside la Sabiduría divina, no esté aquí aún y aún no se sepa la hora y el lugar de su venida.

Que el juicio lo atribuyas únicamente a la incredulidad y a nada más, me resulta muy enigmático. Si el juicio no se da a conocer por diluvios, guerras y pestes o por un fuego devorador, sino sólo por la incredulidad en sí, he de confesarte francamente que todavía no alcanzo el sentido de tus palabras. Si de todo un discurso se me escapa el sentido de un solo término, en el fondo pierdo el sentido de todo el discurso. ¿Qué sentido le das Tú a la palabra “juicio”?».

«Amigo mío, con más razón pudiera Yo preguntarte a ti, qué te impide comprender el sentido tan claro de mis Palabras... ¿Cómo es posible que no comprendas la palabra “juicio”, habiéndotela explicado tan claramente?

Mira, esto es el juicio: La Luz divina vino de los Cielos a este mundo; pero los hombres, salidos de las tinieblas y expuestos a la Luz divina, prefieren continuar en las tinieblas. Que los hombres no quieren la Luz, lo demuestran sobradamente con sus obras enteramente malas.

¿Dónde encuentras una fe íntegra? ¿Acaso existe alguien que ama al prójimo sin tener alguna ventaja a la vista? ¿Dónde está aquél que ama a su mujer por su fertilidad? ¡Sólo piensan en la satisfacción de sus placeres! ¿Dónde está el ladrón que se sirve de una luz para robar a la vista de todos?

Mira, todo el que ama y hace tales obras es un enemigo de la luz; la aborrece y hará todo lo posible para que sus obras no salgan con él a la luz y para que estas malas obras, que sabe que son rechazadas y juzgadas por la luz, no sean reconocidas en su fealdad y reprendidas en la luz.

En esto, pues, consiste el verdadero juicio; pero lo que tú entiendes por juicio no es nada más que un castigo, consecuencia de un juicio ya existente.
Si prefieres salir por la noche, este hecho ya es un juicio para tu alma porque quieres a la noche más que el día; pero si chocas contra algo o si te caes en un pozo, esto, por cierto, no es el juicio sino una consecuencia del juicio en el que ya te encuentras.

Si eres amigo de la Luz, de la Verdad divina, también actuarás en conformidad con ella y sentirás un vivo deseo de manifestar tus obras en plena luz ante los ojos de todos, ya que sabes que tus obras, realizadas en la Luz de la Verdad divina, son buenas y justas, y tienen su mérito.

Esta Luz se manifiesta en la fe del corazón. El verdadero amigo de la Luz la reconoce en seguida porque procede de ella, y no andará en la noche sino en el día.

Por consiguiente, el que cree en el Hijo del hombre, ya tiene la Luz y la Vida dentro de sí. Pero quien no cree, tiene el juicio dentro de sí, el juicio que es la misma falta de fe.
Supongo que ahora me habrás comprendido».

gej1.18-21

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