Ciertamente, no soy una belleza. Peso 340 gramos, soy de color rojo oscuro y de forma nada extraordinaria. Soy el esclavo sumiso de… bueno, llamémosle Juan. Juan tiene 45 años, goza de excelente salud, es casado, tiene tres hijos y un puesto magnifico. Hombre feliz.
¿Qué quien soy yo? Soy el corazón de Juan.
Me lleva en el pecho, prendido al centro con ligamentos. Mido unos 15 centímetros de largo por 10 en la parte más ancha, y parezco, más que otra cosa, una pera. Por mucho que digan los poetas, no soy muy romántico que digamos. No soy más que una bomba de trabajo de cuatro cámaras… mejor dicho, dos bombas, una para llevar sangre a los pulmones y otra para distribuirla al resto del organismo. Cada día impulso la sangre a lo largo de 95.000 kilómetros de vasos sanguíneos, o séalo suficiente para llenar un tanque de 15.000 litros.
Si por casualidad Juan piensa en mí, me imagina tierno y delicado. ¡Delicado yo, que en el curso de su vida ya he impelido más de 27.000 toneladas métricas de sangre! Trabajo dos veces más que los músculos de las piernas de un campeón de carreras. O que los de los brazos de un boxeador de peso completo. Si esos músculos trataran de igualar mi actividad, quedarían desechos en pocos minutos. Ningún musculo del cuerpo es tan fuerte como yo, excepción hecha de los de la matriz de la mujer, en el acto de expeler la criatura; pero los músculos uterinos no tienen que trabajar día y noche durante 70 años, que es lo que se espera de mi.
Desde luego estoy exagerando un poco. Si descanso… entre una y otra pulsación. La contracción en mi ventrículo izquierdo, que lanza la sangre por todo el cuerpo, dura tres decimas de segundo más o menos, y en seguida gozo de un descanso de medio segundo. Además, mientras Juan duerme, un buen tanto por ciento de sus capilares están inactivos, lo que significa que no tengo que enviar sangre por ellos, y entonces mis pulsaciones disminuyen de 72, que es lo normal, a 55 por minuto.
Juan casi nunca se acuerda de mi, y hace bien. No me gustaría que se convierta en uno de esos neuróticos que sufren y me hacen sufrir a mí. Las pocas veces que se preocupa, no tiene razón. Por ejemplo, una noche, antes de dormirse estaba escuchando mi tranquilo palpitar (el abrirse y cerrarse de mis válvulas), cuando le pareció que me había ‘’saltado’’ una pulsación, y esto le preocupo muchísimo. Pensó que tal vez le estaba fallando.
No había en realidad motivo de alarma. De tiempo en tiempo se desarregla mi sistema de encendido, lo mismo que el automóvil de Juan. Yo propia electricidad y envió impulsos para efectuar las contracciones, pero de vez en cuando el encendido es imperfecto y se juntan dos palpitaciones, dando la impresión de que me hubiera saltado una; pero no me la he saltado. Juan se sorprendería si supiera con cuanta frecuencia ocurre esto cuando el no me está escuchando.
Después de una pesadilla se despierta preocupado porque mi marcha esta muy acelerada. Eso es porque, cuando el corre en sueños para salvar la vida, yo también corro. La preocupación de Juan agrava las cosas, pues tiende a acelerarme más todavía. Si él se calmara me calmaría yo también. Si no puede hacerlo, hay otras maneras de desacelerarme; un masaje suave detrás de las orejas, en la articulación de la quijada, por donde pasan los nervios vagos, que actúan como frenos del corazón.
Juan me culpa a mí de todo: de la fatiga, los desvanecimientos y cosas por el estilo; pero es poco lo que yo tengo que ver con su fatiga, y sus desvanecimientos ocasionales debería atribuirlos más bien al oído. A veces, cuando está sentado al escritorio, siente un dolor fuerte en el pecho y se imagina que le va a dar un ataque cardiaco. No hay tal. El dolor proviene del tubo digestivo, y es el castigo por haber comido demasiado un par de horas antes. Cuando se trata de un desorden cardiaco, yo, por lo general, doy una señal dolorosa solo después de un ejercicio o trabajo fuerte. Esta señal es para avisarle que no me está suministrando nutrimento bastante para soportar el esfuerzo que me impone.
¿Y cómo obtengo yo el nutrimento? De la sangre, desde luego. Aunque me corresponden apenas cinco milésimos del peso del cuerpo, necesito aproximadamente cinco centésimos del abastecimiento de sangre; es decir, que consumo, en proporción, diez veces mas alimento que los restantes órganos y tejidos del cuerpo.
Sin embargo, no extraigo alimento de la sangre que pasa por mis cuatro cavidades, sino que me nutro por medio de mis dos arterias coronarias, “arboles” pequeños con ramas y troncos apenas ligeramente más gruesos que una paja de beber limonada. Este es mi punto flaco. Las lesiones coronarias son la causa principal de muertes.
Nadie sabe como ocurre, pero desde los primeros años de vida (y desde el nacimiento en caso de algunos Juanes) se empiezan a acumular en las arterias coronarias depósitos grasos que pueden llegar a obstruir una de ellas; o puede formarse un coagulo que la obstruya súbitamente. Cuando esto sucede, muere la parte del corazón que la arteria obstruida alimentaba. Eso deja un tejido cicatrizal, quizá no mayor que una canica pequeña, aunque también puede ser del tamaño de media pelota de tenis. La gravedad de la lesión depende del tamaño y la posición de la arteria obstruida.
Juan sufrió un ataque cardiaco hace 5 años, sin saberlo. Estaba demasiado ocupado para advertir el dolorcillo en el pecho. La arteria que se cerró era una de las pequeñas, situada en mi pared posterior. Tarde dos semanas en expulsar el tejido muerto y reparar esa área con una cicatriz poco mayor que un guisante.
En la familia de Juan ah habido casos frecuentes de enfermedades del corazón, y, si nos fiamos de las estadísticas, el también sufrirá por mi causa. Desde luego nadie puede hacer en lo que se refiere a la herencia, pero si hay muchas cosas que puede hacer para disminuir el riesgo.
Empecemos por el exceso de peso. Juan nota que se le está ensanchando mucho la cintura y hace chistes de ello, pero no es cosa para tomar a broma. Cada kilo de exceso de grasa contiene unos 700 kilómetros de vasos capilares por los cuales yo tengo que impeler sangre. Y esto sin contar el esfuerzo de transportar cada kilo mas de peso.
Veamos ahora la tensión arterial de Juan. Es 140/90, el límite superior de lo normal para su edad. El 140 mide la presión contra la cual tengo que trabajar yo en las contracciones, y el 90 indica la presión mientras descanso entre pulsaciones. Esta última cifra es más importante, pues cuanto más alta sea, menos descanso yo; y sin descanso adecuado, el corazón sencillamente se muere.
Hay muchas cosas que puede hacer Juan para bajar la tensión arterial a niveles menos peligrosos. Lo primero es despojarse del exceso de peso. Le sorprenderá ver cuánto baja entonces la tensión.
El vicio del tabaco es otro problema. Juan se fuma dos cajetillas de cigarro al día, lo cual significa que está absorbiendo de 80 a 120 miligramos de nicotina cada 24 horas. Esta es una sustancia muy violenta. Constriñe las arterias especialmente de las manos y de los pies, lo cual aumenta la presión que yo tengo que vencer. También me estimula a mi directamente, de modo que tengo que palpitar con más rapidez: un cigarrillo me hace pasar de 72 (que es normal) a mas de 80 pulsaciones por minuto. Juan se dice que ya es tarde para dejar el vicio, que el daño ya está hecho. Pero si pudiera liberarme de ese estimulo constante de la nicotina todo sería más fácil para mí.
Juan podría ayudarme en otras formas. Es un luchador, hombre de acción que se preocupa por su trabajo, en fin un hombre de negocios que ha triunfado. Pero no comprende que esa inquietud constante le estimula las glándulas suprarrenales, que producen más adrenalina y noradrenalina, cuyo efecto es el mismo de la nicotina: estrechamiento de las arterias, alza de la tensión arterial, mayor aceleración del corazón.
Lo que hay que tener en cuenta es esto: si Juan descansa, yo descanso. Al fin y al cabo, no tiene ninguna necesidad de pasarse la vida corriendo de la Ceca a la Meca. De vez en cuando le convendría echar una siesta, y alguna lectura amena en lugar de los mamotretos que trae a casa en su cartera de negocios
También es muy importante el ejercicio. Juan es uno de esos atletas de fin de semana que hacen ejercicio en grandes dosis. Todavía le gusta aquel desplante de correr hasta la red en el tenis, como si fuera un muchacho de veinte años. Cuando hace esto me impone a mí un esfuerzo de hasta cinco veces superior a lo normal.
Lo que debe hacer Juan es ejercicio moderado y con regularidad. Una caminata de dos a tres kilómetros por día es muy provechosa. Y tampoco le haría daño subir un par de tramos de escaleras para llegar a su oficina. Su oficina esta en un decimo piso, pero puede adquirir la costumbre de subir siempre los primeros pisos por las escaleras, y tomar después el ascensor. Estas cosas, en apariencia pequeñas, ayudan mucho. Como he dicho ya los depósitos de grasa empiezan a obstruir mis arterias, pero este ejercicio, si se hace con regularidad, logra abrir nuevos caminos para la sangre, de modo que si una de las arterias se cierra, habrá otras para alimentarme.
Finalmente, tenemos el problema del régimen de alimentación. No le pido a Juan que se vuelva un esclavo de su estomago; pero parece ser que las grasas son un factor importante de las acumulaciones que obstruyeron mis arterias. Juan obtiene de las grasas el 45 por ciento de las calorías que consume y lo mismo que otras personas en los países que comen en igual forma, tiene 50 por ciento de probabilidades de morir por una obstrucción de las arterias.
¡Ojala Juan pudiera ver lo que pasa después de una comida fuerte, recargada de grasas! Aparecen en la sangre diminutos glóbulos grasos, y se diría que aglutinan los glóbulos rojos unos con otros para formar una mezcla espesa, que yo debo impeler a lo largo de los vasos capilares. Esto no es fácil.
No soy exigente. Hare todo lo que pueda a favor de Juan en cualquier circunstancia; pero el podría facilitarme la tarea como he dicho: bajando un poco de peso, haciendo ejercicio regularmente, descansando un poco más, disminuyendo las grasas y el cigarrillo. Si hiciera estas cosas yo podría seguir trabajando para él durante mucho tiempo.
Fuente: Selecciones, Reader's Digest, julio - 1967
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