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viernes, 20 de octubre de 2017

Mi abuela y la Comunicación No Violenta

Por Marschall Rosenberg
 
Una vez pregunté a mi tío Julius cómo había logrado desarrollar esa notable capacidad para dar tan generosamente. Me pareció que mí pregunta lo halagaba y, antes de contestar, se quedó unos momentos pensativo: 

«Tuve la suerte de contar con buenos maestros», me respondió al fin. Al pedirle que me los nombrara, recordó: «Tu abuela fue la mejor maestra que tuve. Cuando naciste ya estaba enferma, por lo que no puedes saber cómo era en realidad. ¿No te contó tu madre que, en la época de la Depresión, recibió en su casa a un sastre, a su esposa y a sus dos hijos porque habían perdido su vivienda y su negocio y que vivieron tres años en su casa?». 

Yo recordaba muy bien esa historia porque me había impresionado muchísimo cuando me la contó mi madre. ¿De dónde habría sacado mí abuela el espacio necesario para ofrecer alojamiento en su casa al sastre y a su familia teniendo en cuenta que vívía modestamente y que además ya tenía nueve hijos?

Mi tío Julius siguió recordando la actitud generosa y compasiva de mi abuela a través de unas cuantas anécdotas más, todas las cuales yo ya conocía desde la niñez. Y después me preguntó:

- Seguramente tu madre te habló de Jesús, ¿verdad?

— ¿De quién? —pregunté yo.
- De Jesús.
- No, jamás me habló de Jesús.

La historia sobre Jesús fue el último regalo que, antes de morir, me hizo mi tío Julius. Me contó que una vez un hombre llamó a la puerta de la casa de mi abuela y le pidió que le diera algo de comer. No era raro que pasara esto, porque todos los vecinos sabían que, pese a ser muy pobre, jamás habría negado comida a nadie que se la pidiera. Aquel hombre era barbudo y tenía una cabellera negra desaliñada; iba cubierto de harapos y del cuello le colgaba una cruz tosca hecha con unas ramas unidas por una cuerda. Mí abuela lo invitó a entrar en la cocina y le dio de comer; mientras él comía, le preguntó cómo se llamaba:

-Me llamo Jesús respondió él.
¿No tiene apellido? -inquirió ella.
-Soy Jesús, el Señor.

(Mi abuela no hablaba bien el inglés. Y otra tío mío, Isidor, me contó que cuando él entró en la cocina de mi abuela mientras el hombre estaba comiendo, ésta se lo presentó como: Sr. Elseñor.)

A su manera judía, me enseñó lo que Jesús decía. De esa forma sencilla, me enseñó lo que Jesús decía.

Mientras seguía comiendo, mí abuela le preguntó al hombre dónde vivía.

—No tengo casa —respondió él.
—Pero, ¿dónde dormirá esta noche? Hace frío.
-No lo sé.
-¿Le gustaría quedarse aquí? -se ofreció mi abuela.

El hombre se quedó siete años en la casa.

Mi abuela practicaba habitualmente la comunicación no violenta. No se paró a pensar en lo que «era» aquel hombre. De haberlo hecho, lo más probable es que se hubiera dicho que era un loco y habría hecho todo lo posible para sacárselo de encima. Mi abuela pensaba en función de los sentimientos y necesidades de las personas con las que se encontraba. Si tenían hambre, les daba de comer. Si no tenían un techo bajo el cual cobijarse, les ofrecía un sitio donde dormir.

A mi abuela le encantaba bailar, y mi madre recuerda que solía decir: «Nunca camines si puedes bailar». Por esto quiero terminar este libro sobre el lenguaje de la compasión con una canción que trata de mi abuela, una mujer que habló y vivió el lenguaje de la comunicación no violenta.

    Un día un hombre llamado Jesús a casa de mí abuela llamó.
    Sólo un bocado le pidió, pero ella mucho más le dio.
    Dijo que era Jesús, el Señor; ella a Roma no lo fue a averiguar.
    Se quedó en su casa muchos años, como muchos que no tenían hogar.
    A su manera judía, me enseñó lo que Jesús decía.
    De esa forma sencilla, me enseñó lo que Jesús decía:
    «Alimenta al hambriento y cura al enfermo, y descansa después.
    Nunca camines si puedes bailar, y haz de tu casa un nido de paz».
Fuente: Marschall Rosenberg - Comunicación No Violenta - EPÍLOGO


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