Por Marschall Rosenberg
Una vez pregunté a mi tío Julius cómo había logrado desarrollar esa
notable capacidad para dar tan generosamente. Me pareció que mí pregunta
lo halagaba y, antes de contestar, se quedó unos momentos pensativo:
«Tuve la suerte de contar con buenos maestros», me respondió al fin. Al
pedirle que me los nombrara, recordó: «Tu abuela fue la mejor maestra
que tuve. Cuando naciste ya estaba enferma, por lo que no puedes saber
cómo era en realidad. ¿No te contó tu madre que, en la época de la
Depresión, recibió en su casa a un sastre, a su esposa y a sus dos hijos
porque habían perdido su vivienda y su negocio y que vivieron tres años
en su casa?».
Yo recordaba muy bien esa historia porque me había
impresionado muchísimo cuando me la contó mi madre. ¿De dónde habría
sacado mí abuela el espacio necesario para ofrecer alojamiento en su
casa al sastre y a su familia teniendo en cuenta que vívía modestamente y
que además ya tenía nueve hijos?
Mi tío Julius siguió recordando la actitud generosa y compasiva de mi
abuela a través de unas cuantas anécdotas más, todas las cuales yo ya
conocía desde la niñez. Y después me preguntó:
- Seguramente tu madre te habló de Jesús, ¿verdad?
— ¿De quién? —pregunté yo.
- De Jesús.
- No, jamás me habló de Jesús.
La historia sobre Jesús fue el último regalo que, antes de morir, me
hizo mi tío Julius. Me contó que una vez un hombre llamó a la puerta de
la casa de mi abuela y le pidió que le diera algo de comer. No era raro
que pasara esto, porque todos los vecinos sabían que, pese a ser muy
pobre, jamás habría negado comida a nadie que se la pidiera. Aquel
hombre era barbudo y tenía una cabellera negra desaliñada; iba cubierto
de harapos y del cuello le colgaba una cruz tosca hecha con unas ramas
unidas por una cuerda. Mí abuela lo invitó a entrar en la cocina y le
dio de comer; mientras él comía, le preguntó cómo se llamaba:
-Me llamo Jesús respondió él.
¿No tiene apellido? -inquirió ella.
-Soy Jesús, el Señor.
(Mi abuela no hablaba bien el inglés. Y otra tío mío, Isidor, me
contó que cuando él entró en la cocina de mi abuela mientras el hombre
estaba comiendo, ésta se lo presentó como: Sr. Elseñor.)
A su manera judía, me enseñó lo que Jesús decía. De esa forma sencilla, me enseñó lo que Jesús decía.
Mientras seguía comiendo, mí abuela le preguntó al hombre dónde vivía.
—No tengo casa —respondió él.
—Pero, ¿dónde dormirá esta noche? Hace frío.
-No lo sé.
-¿Le gustaría quedarse aquí? -se ofreció mi abuela.
El hombre se quedó siete años en la casa.
Mi abuela practicaba habitualmente la comunicación no violenta. No se
paró a pensar en lo que «era» aquel hombre. De haberlo hecho, lo más
probable es que se hubiera dicho que era un loco y habría hecho todo lo
posible para sacárselo de encima. Mi abuela pensaba en función de los
sentimientos y necesidades de las personas con las que se encontraba. Si
tenían hambre, les daba de comer. Si no tenían un techo bajo el cual
cobijarse, les ofrecía un sitio donde dormir.
A mi abuela le encantaba bailar, y mi madre recuerda que solía decir:
«Nunca camines si puedes bailar». Por esto quiero terminar este libro
sobre el lenguaje de la compasión con una canción que trata de mi
abuela, una mujer que habló y vivió el lenguaje de la comunicación no
violenta.
-
Un día un hombre llamado Jesús a casa de mí abuela llamó.
Sólo un bocado le pidió, pero ella mucho más le dio.
Dijo que era Jesús, el Señor; ella a Roma no lo fue a averiguar.
Se quedó en su casa muchos años, como muchos que no tenían hogar.
A su manera judía, me enseñó lo que Jesús decía.
De esa forma sencilla, me enseñó lo que Jesús decía:
«Alimenta al hambriento y cura al enfermo, y descansa después.
Nunca camines si puedes bailar, y haz de tu casa un nido de paz».
Fuente: Marschall Rosenberg - Comunicación No Violenta - EPÍLOGO
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